Oscar A. Fernández O.
Los
griegos de la antigüedad llenaron el Olimpo de Dioses y el aire de fantasmas y
demonios. El desarrollo científico, tecnológico y social limpió el Olimpo y
depuró el viento. Aparentemente desaparecieron todos los mitos, menos uno: la
democracia.
Muchos
países nos autodenominamos democráticos. Es común que las personas entendamos
la democracia desde una perspectiva ficticia, no real. Esto es generalmente
así, por que los poderes de facto y sus gigantescas maquinarias de propaganda
se encargan de martillar sobre nuestras cabezas, todos los días, que democracia
es lo que ellos dicen que es. Por lo tanto, nuestros pueblos viven aferrados a
mitos, creyendo en situaciones que no son realidad.
Hay
quienes confunden la democracia con uno de sus instrumentos o mecanismos: el
voto, por el cual elegimos a quienes nos “representarán” en determinados cargos
u organismos, y supuestamente serán nuestros voceros. Pero todos conocemos lo
frágil de esta democracia “representativa” y los caminos torcidos que la
convierten en instrumento de manipulación y de imposición de la voluntad de
grupos o individuos, sobre los demás. La representación política resulta ser
una burda mistificación o una enajenación de la soberanía de los que delegan en los delegados
(Rousseau: 1762)
El
hecho de que la elección de las autoridades públicas, en los actuales términos
no está generando un vínculo entre el elector y el elegido, sea este por
planillas de partidos o por individuos de una circunscripción electoral, se
debe a que después del voto dicha vinculación generalmente afectuosa más que
política, se desvanece y pocas, muy pocas veces se vuelve a tener un contacto
efectivo y eficiente, lo cual provoca que se siga generando una percepción de
distancia del ciudadano con el hecho político.
La democracia burguesa es una forma indirecta de
dominio del capital que se va entretejiendo en la medida en que el
desarrollo económico, político y social, y las luchas de los movimientos obreros
y de otros grupos sociales explotados y marginados, confrontan a las burguesías
de las naciones capitalistas más industrializadas a disminuir la coerción y la
violencia, y a recurrir a otros mecanismos de control social. Es Gramsci quien
desarrolla el concepto de hegemonía en
la sociedad dividida en clases para explicar la dominación basada en el consenso
de los dominados.
La
democracia representativa, que en la época de la Revolución Industrial y
durante mucho tiempo después, pudo tener alguna justificación, empieza a dejar
de tenerlo en pleno apogeo de la Revolución Tecnológica y en la Era de las
Comunicaciones, donde, como si se tratase de una cuestión biológica e incluso
evolutiva, el ser humano tiende a desarrollar la necesidad de interactuar, no
sólo con su entorno, sino también sobre muchos ámbitos que lo transcienden,
siendo la política a todos los niveles, uno de ellos.
Sin
embargo, no es ésta la razón de que la democracia representativa sea cada vez
menos incapaz de representar. Esto podría ser a lo sumo una invitación a
reinventarse, a adaptarse. Lo que realmente ha condenado a muerte a la
democracia representativa, ha sido la sumisión de la política a eso que
llamamos “los mercados”, es decir, al capitalismo, cuyas leyes han acabado por
prevalecer por encima de cualquier otra, incluso de las Constituciones de los llamados
países democráticos progresistas (J. Parra: 2012)
Uno de los conceptos centrales del
“democratismo” burgués, es decir, de la doctrina que defiende la democracia
reducida a simples procedimientos formales bajo un sistema de desigualdad
capitalista (en la práctica una dictadura burguesa) es el de “división de
poderes”. La defensa de este concepto, en su versión concreta de división del
Poder en ejecutivo, legislativo y judicial es algo que se presenta siempre por
sus apologistas, sin el acompañamiento del más mínimo argumento o razonamiento,
como si fuera algo tan evidente que no necesita justificación explícita. Es uno
de los axiomas de la ideología burguesa, del pensamiento único autoritario. Las
normas jurídicas no evidencian, ni explican, en ocasiones, la correlación y el
juego de fuerzas políticas, sino que las enmascaran y ocultan.
Evidentemente, la defensa de la división
de poderes solo es justificable entre quienes no tienen ningún deseo de que la
era del Estado como aparato burocrático-militar, al servicio de la clase
dominante toque a su fin. Mito y pedantería, la
división de poderes marcha por sí sola, se adapta a las realidades políticas
más variadas y cuando no puede adaptarse, las fuerza.
Dice Ortega y Gasset a propósito del
liberalismo: "El liberalismo es el principio de derecho político según el
cual el poder público, no obstante ser omnipotente, se limita a sí mismo y
procura, aun a su costa, dejar hueco en el Estado que él impera para que puedan
vivir los que ni piensan ni sienten como él, es decir, como los más fuertes,
como la mayoría. El liberalismo -conviene hoy recordar esto- es la suprema
generosidad: es el derecho que la mayoría otorga a la minoría y es, por lo
tanto, el más noble criterio que ha soñado el planeta. Proclama la decisión de
convivir con el enemigo: más aún, con el enemigo débil. Era inverosímil que la
especie humana hubiese llegado a una cosa tan bonita, tan paradójica, tan
elegante, tan acrobática, tan antinatural. Por eso, no debe sorprender que
prontamente parezca esa misma especie resuelta a abandonarla. Es un ejercicio
demasiado difícil y complicado para que se consolide en la tierra" (Ortega
y Gasset: 1937)
La democracia es un
conglomerado de mitos. Es un relato que nos hemos contado a nosotros mismos,
una ficción, un cuento chino que nos ayuda a tener fe en el sistema en el que
vivimos, y nos hace creer que todos somos iguales y libres. No solo nos
creemos poseedores de derechos y libertades plenos, sino que además creemos en
el progreso y el desarrollo, y respiramos aliviados pensando que vivimos en
paz, que los gobernantes elegidos saben lo que hacen, que los medios nos
cuentan la verdad.
La ciudadanía defiende
este sistema como el menos malo de los sistemas, es un discurso que asume
nuestra inutilidad para organizarnos mejor, que nos condena a lo que hay como
si careciésemos de imaginación para inventar nuevos sistemas, como si fuese
imposible cambiar las leyes y las estructuras, como si tratar de hacer realidad
los mitos democráticos fuese una locura. (Herrera G.: 2013)
Las biblias de las
democracias son la Declaración Universal de Derechos Humanos y las
Constituciones liberales de cada país. Leerlas es como sumergirse en un cuento
de hadas, lo que da pie a preguntarse por qué la mayoría de gobernantes
elegidos, hacen todo lo contrario de lo que dicen estas “leyes divinas”.
Lo peligroso de vivir
bajo el mito de la democracia es pensar que tanta injusticia, tanta desigualdad
y tanta violencia son excepciones inevitables. Pero la masa de pobres que
habita la Tierra no es cosa del destino; es una realidad política que podría
cambiarse. Seguimos tranquilos, entretenidos con el consumo de bienes y
productos culturales, creyendo que la democracia capitalista es un
espacio de desarrollo, diálogo y estabilidad política. (Up supra)
Sin embargo, a medida
que el Estado se diluye bajo el poder de los mercados, la crisis va aumentando
la riqueza de unos pocos y la pobreza de la gran mayoría. En estos tiempos de
recortes, los gobiernos salvan bancos y los bancos desahucian a las personas.
La
contradicción entre capital y trabajo, y entre regulación/planificación y
libertad de mercado, ha sido llevada al extremo por el neoliberalismo; de ahí
su crisis y su insostenibilidad. Este proceso parecería ir en consonancia con
lo recientemente sostenido por varios
autores, en el sentido que el Estado soberano no es ya el sujeto del desarrollo
mundial capitalista, sino que está siendo reemplazado por el mercado global en
el cual las naciones tenderán a diluirse. Al decir de estos autores, se estaría
produciendo una transferencia esencial de soberanía del Estado-Nación al
mercado global. ¿Se resquebraja por si misma toda la teoría del Estado de
Derecho burgués clásico, cuando las reglas las impone hoy el mercado o nada más
se ratifica el mito de la democracia capitalista?
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