“En realidad, el nuevo
orden mundial es el signo de la guerra civil”
Magnus Enzemberger.
Oscar A. Fernández O.
En la mayoría de países dónde por la imposición de un modelo
económico en el cual las grandes mayorías no participan de sus
beneficios, encontramos formas de violencia que se han extendido al
grado de penetrar los cimientos de la cultura tradicional y
sobreentenderse en la vida cotidiana. El Salvador es un ejemplo
clásico.
Cuando los lazos de unión se disuelven a causa de la lucha por la
sobrevivencia, la ausencia de solidaridad se compensa con
subordinación y conformismo. Simplemente la uniformidad global
permite advertir que la presión por la adecuación social es enorme
y que la cantidad de artículos dispuestos con los cuales establecer
una “identidad de moda” es inaccesible para las mayorías. Al
mismo tiempo, paso a paso se expande una cultura estimulada por
elementos bélicos y un comportamiento militarista. Ésta prolifera
en la vida cotidiana y penetra hasta el interior de las familias
comunes, que no tenían ningún ansia de guerra. Todos hablan hoy de
“guerra contra la violencia”, una paradoja temeraria, una
negación en sí misma, un culto peligroso.
Si sumamos esta infiltración de una cultura bélica y nihilista, a
la violencia sufrida por la exclusión de grandes sectores en el país
y la respuesta particularmente punitiva del Estado a este problema,
obtenemos como resultado la legitimación y legalización de la
violencia, lo que en otras palabras quiere decir que parece que los
salvadoreños ya aceptamos la violencia como parte del paisaje social
y comenzamos a creer que es normal vivir con ella. El bombardeo de
propaganda, la inundación de noticias amarillistas y morbosas, el
consumismo, la violencia exaltada y glorificada por los juegos
electrónicos, la publicidad, el cine y la TV, impiden reconocer con
claridad una diferencia entre la guerra y la paz.
La guerra se convierte en un asunto privado y el pensamiento violento
y guerrerista invade nuestra conciencia. En contra del anhelo de que
los seres humanos podamos ser iguales y liberados de un Estado
violento y represivo, se expanden de manera epidémica, el autismo,
el conformismo y las formas violentas de organización con sus
correspondientes emblemas que proporcionan identidad y sentido de
arraigo. Independiente de las formas en que sean entendidas, esta
cultura de la violencia no es más que el síntoma de algo de lo que
todavía no se toma conciencia: un fenómeno del “nuevo orden
mundial” impuesto por el poder del capital transnacional y su
poderío militar, el cual es aceptado y reproducido al pie de la
letra por un régimen político corrupto y oligarquías burguesas que
amasan fortunas de dudosa procedencia, como las que predominan
actualmente en El Salvador.
Sin embargo, a pesar de este sello impuesto por el “nuevo orden
imperial”, es necesario considerar que la violencia que vive la
sociedad salvadoreña como fenómeno propio, debe ser visto como un
hecho evidente que nos obliga a implementar un cambio fundamental y
revolucionario en las relaciones sociales. M. Enzemberger (1993), se
refirió hace dos décadas, a la expansión de una disposición
general a la violencia: “Armados los marginados y las bandas
dominan la ciudad y el campo debido a que el darwinismo social del
libre mercado barrió con toda clase de cohesión social fundada en
la solidaridad”.
Tanto las guerras civiles distantes como la violencia del
narcotráfico y pandilleril, son meras variantes de un tipo nuevo de
guerra civil, totalmente distinta a las tradicionales. El rasgo
esencial de esas nuevas guerras civiles es el autismo
(Enzemberger: 1994) Al contrario que sus predecesores clásicos,
el guerrillero o partisano que luchaba por fines nobles, el nuevo
adversario autista, se caracteriza por un rasgo totalmente nuevo y
paradójico: la completa ausencia de ética y altruismo, una pérdida
total y radical del yo y de la cognición, que incluso el principio
regulador de la propia supervivencia no funciona.
A partir de una violencia inicial, como la tipifica Helder Cámara,
que es la injusticia, es que se crea la “espiral de violencia”.
Lo hemos analizado en anteriores artículos. Es un círculo infernal
en el que una violencia acarrea otra. Varios filósofos y expertos
técnicos en esta materia, indican bien cómo y cuándo se sufre la
violencia de un orden dominante y dominador, que llega a ser
autoritario y hasta tiránico, parece inevitable una respuesta
organizada o no, a esa violencia.
Pierre Mertens (1982) se pregunta: ¿Cómo puede
escapar el oprimido a su vocación violenta? ¿No es el opresor el
que le indica el camino? No son los pueblos los que han inventado la
violencia, si no los Estados, dice Engels. De tal manera que, “es
en el momento en que reafirman la violencia de clase, cuando los
oprimidos, los excluidos realizan prácticamente una sociedad en la
que se apoderan de los valores morales oficialmente reservados a los
no violentos” (F. Engels. Teoría de la violencia)
Las consecuencias de esta violencia desatada que sufrimos los
salvadoreños y otras sociedades, son las manifestaciones de la
fractura y disolución social que atomiza la sociedad. En El Salvador
heredado, el sistema y modelo aún vigentes, excluyen cada vez más
personas, llevándolas a la frustración y desesperación. Vivimos la
negación total de una sociedad de inclusión sustituida por una
sociedad de exclusión. En la actualidad se han establecido
mecanismos de excepción adicionales, visibles e invisibles, de hecho
y de derecho, que se aplican contra los asentamientos marginales a
manera de defensa para las minorías sociales que se encuentran en
una posición privilegiada.
Cuando los políticos tradicionales condenan la violencia en cuanto
tal en nuestro país, es que consideran lógicamente las injusticias
y las desigualdades como fatalidades inevitables e irreversibles ante
las cuales sólo queda resignarse. Maurice Merleau (1969) observa
acertadamente, que al condenar la violencia de los civiles, se
pretende consolidar la violencia del sistema, es decir un régimen y
un sistema de producción que hacen inevitable la miseria y la
violencia.
La escalada a la violencia y la tendencia de ésta a estabilizarse
preocupa en primer orden, porque hace evidente el fraccionamiento
interno de la cohesión social, contra la cual las instituciones se
muestran impotentes. Así, la sociedad se descompone en asociaciones
de violencia de todas las escalas sociales, que nos hacen vivir un
permanente estado de guerra, el cual creíamos estar superando.
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